Tuesday, January 30, 2007

LOS NIÑOS SALVAJES

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CUERPO Y SIMBÓLICA SOCIAL
Este cuerpo que es mío. Este cuerpo que no es mío. Este cuerpo que, sin embargo, es mío. Este cuerpo extraño. Mi única patria. Mi habitación. Este cuerpo a reconquistar.
Jeanne HYVRARD, La Meurtritude
Los niños salvajes
o las metamorfosis del otro
El rodeo por los niños llamados "salvajes" brinda una preciosa enseñanza a la comprensión de las modalidades sociales y culturales que presiden la construcción del cuerpo. El análisis del lugar fundador del otro en la adquisición, el mantenimiento o la modificación por parte del hombre de su simbólica corporal adopta entonces caminos singulares, pero que muestran la amplitud de la relación de la condición humana con el mundo.
Al nacer y en los primeros años de su existencia, el hombre es el más desprovisto de los animales. A la inversa de éstos, que reciben de su herencia específica la suma de instintos necesarios para la supervivencia y la adaptación al medio, la llegada al mundo de un niño es la de un organismo prematuro, abierto, disponible y que todavía debe modelarse en su totalidad. Este estado incompleto no es únicamente físico, sino también psicológico, social, cultural. La criatura humana requiere que los otros la reconozcan como existente para poder plantearse como sujeto; necesita la atención y el afecto de su entorno para desarrollarse, experimentar el gusto de vivir y adquirir los signos y símbolos que le permitirán proveerse de un medio de comprender el mundo y comunicarse con los otros. Al nacer, el horizonte del niño es infinito, está abierto a todas las solicitaciones, mientras que, en esencia, las condiciones futuras de la vida del animal ya están ahí, inscriptas en su programa genético, prácticamente inmutables
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dentro de una misma especie. En el hombre, en cambio, la educación complementa las orientaciones genéticas que no asignan ningún comportamiento preestablecido ni determinan su inteligencia. La naturaleza del hombre no se realiza más que en la cultura que lo recibe. Al contrario del animal, el niño recién nacido está frente a un inmenso campo de posibilidades: todas las condiciones humanas están virtualmente ante él, ya que dispone exactamente de la misma constitución física que el hombre del neolítico. El niño de la edad de piedra sigue naciendo a cada instante en todos los lugares del mundo, con la misma posibilidad de apertura, la misma aptitud para entrar en el sistema de sentidos y valores del grupo que lo recibe.
Al anclar al niño en un sistema de sentidos particular, el del grupo dentro del cual vive, la educación colma poco a poco ese universo de posibilidades en provecho de una relación específica con el mundo, de cuyos elementos dados el niño se apropia con su carácter y su historia propios. El carácter prematuro de todo niño hace de los miembros de su entorno los garantes de su inserción futura en el vínculo social. "Entre los sistemas receptores y efectores propios de toda especie animal -escribe Ernst Cassirer-, existe en el hombre un tercer eslabón que podemos denominar sistema simbólico. [...] En comparación con los otros animales, el hombre no sólo vive en una realidad más vasta sino, por así decirlo, en una nueva dimensión de la realidad" (Cassirer, 1975, p. 43). El fin de la educación es brindar al niño las condiciones propicias para una interiorización de ese orden simbólico. Aquélla modela su lenguaje, su gestualidad, la expresión de sus sentimientos, sus percepciones sensoriales, etcétera, en función de la cultura corporal de su grupo. La simbólica le hace cuerpo y lo autoriza a comprender las modalidades corporales de los otros y a informarse a sí mismo de las suyas.
Debido a su inicial carácter prematuro, si el niño es abandonado a sí mismo en los primeros años de su existencia, lo espera una muerte segura. No dispone de recursos ni, sobre todo, de una cornprensión suficiente del mundo que lo rodea para estar en condiciones de defenderse de los animales o de la adversidad ambiente y asegurar su subsistencia. Durante esta larga dependencia biológica, la ausencia del otro da acceso a la muerte. Es dentro del vínculo social donde el niño realiza poco a poco el aprendizaje del hecho de vivir. Sin la mediación estructurada del otro, la capacidad de apropiación significante del mundo por el hombre es impensable: su cuerpo jamás se abre por sí mismo a la inteligencia de los gestos o las percepciones que le son necesarios.
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No obstante, la historia recuerda cierto número de casos sorprendentes de niños que sobrevivieron a la prueba de su aislamiento precoz de la comunidad humana y recuperaron con el paso del tiempo, gracias a los esfuerzos de sus educadores, una posición más o menos dichosa dentro del vínculo social. El niño llamado "salvaje" alimenta aún hoy una inquietud vaga en el imaginario occidental, pese a que el cambio de las condiciones de existencia, la creciente urbanización y el control más profundo del territorio han hecho impensable su vagabundeo. Los documentos que lo conciernen siguen planteando cuestiones perturbadoras a la sociabilidad. 1 Estos niños que en cierta forma faltan a la condición humana escapando al vínculo social competen históricamente a dos orígenes bien diferentes.
• Por una parte, quienes fueron arrebatados o recogidos por un animal como consecuencia de circunstancias excepcionales parecen cercanos al mito pero se explican por la miseria, las guerras, la presencia habitual de animales en las proximidades de aldeas o granjas. Protegidos por el animal, junto a quien vivían, modelaron su comportamiento de acuerdo con el de éste. Su experiencia corporal se identificaba cum grano salís con la de él. Linneo conocía una treintena de casos así y creía encontrarse en presencia de una variedad de la especie humana caída en estado salvaje. En la décima edición de su Systema naturae (1758), hizo del homo ferus una entidad independiente al lado del homo europeas, el homo africanus, el homo americanus, el homo asiaticus y el homo monstrosus (Tinland, 1968).
• Por otra parte, niños condenados a la reclusión por indiferencia o negligencia de sus padres, abandonados o perdidos, librados desde muy pequeños a sí mismos y cuyo único recurso es una educación todavía tenue, pero no obstante insuficiente para ase-
1 Para eludir cualquier debate al respecto, algunos evocan la leyenda o retoman los acentos de Pinel para denunciar en bloque a los niños llamados "salvajes" como "débiles mentales" o psicóticos. Kingsley Davis (1940), para comentar el déficit de comunicación de los niños aislados a raíz de malos tratamientos o desafortunados concursos de circunstancias, da el ejemplo de Edith Riley, una niña norteamericana encerrada en una habitación oscura durante cuatro años, entre los ocho y los 12, y catalogada como deficiente mental cuando se la descubrió. Dos años después volvió a convertirse en una niña "normal". En especial, recuperó el uso de la palabra y la vista. Pero el ejemplo es trivial, en la medida en que hasta los ocho años Edith se había socializado en condiciones corrientes. Cosa que no ocurre con los niños que tratamos aquí, cuyo déficit social infinitamente más precoz y duradero hace-más dificultoso el retorno al vínculo social.
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gurar su supervivencia de manera solitaria en medio de nuevas condiciones de existencia en el seno de una naturaleza vacía en lo sucesivo de toda presencia humana.
El denominador común de estas categorías de niños consiste en un aislamiento precoz y la ausencia de una mediación humana suficientemente prolongada para asegurarles un acceso socializado al mundo que los rodea. La denominación de "salvaje" no es más que una imagen excesiva, una herencia caduca de las Luces, y remite a una carencia de educación, a una ausencia sensible del otro en los primeros años de su existencia.
Los niños recogidos por animales
Los testimonios verificados de niños recogidos por animales son escasos pero existen de manera irrefutable. Lucien Malson enumera unos cincuenta, cuya autenticidad es difícil de poner en duda. Los animales que acogen a la criatura humana son principalmente lobos, pero también monos, osos, ovejas, leopardos, etcétera. Singular bestiario, apto para alimentar numerosos fantasmas o denegaciones. Más allá de las múltiples cuestiones planteadas por el niño llamado "salvaje" al conjunto de las ciencias humanas, algunos solicitan en particular la antropología del cuerpo. Debido a su referencia "animal", la experiencia corporal de esos niños se inscribe en los confines de lo que nos enseñan las conductas del hombre en sociedad. Constituye un analizador de éstas. Por extensión, confirma que aun nuestras sensaciones más íntimas, más inasibles, los límites de nuestras percepciones, nuestros gestos más elementales, la forma misma de nuestro cuerpo y muchos otros rasgos dependen de un medio ambiente social y cultural particular. Las modalidades de expresión del niño tomado a su cargo por el animal expresan con elocuencia hasta qué punto nos modela nuestro medio de inserción, a despecho de nuestro sentimiento de autonomía o espontaneidad.
En la India, hasta comienzos del siglo xx,2 centenares de niños eran arrebatados cada año por lobos para devorarlos. Pero a veces, a algunos de ellos se les ahorraba ese destino y los animales los
2 El caso más reciente de niño lobo en ese país se remonta a 1927.
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tomaban a su cargo. Tenemos así informaciones precisas sobre una decena de casos de niños lobos mencionados por R. M. Zingg en la obra que les dedicó. En especial, la más documentada es la historia de Amala y Kamala, gracias a la publicación del diario del pastor Singh, el hombre que las recogió y las tuvo en custodia junto con su mujer hasta la muerte de las dos niñas (Zingg y Singh,
1980).
En 1920, durante una gira por la región de Midnapur, los indígenas advierten al pastor sobre la presencia de "hombres fantásticos" en el bosque. En compañía de algunos hombres, se traslada entonces al lugar y allí, en el crepúsculo, ve salir de una guarida a tres lobos adultos, dos lobeznos y dos niñas cuyo aspecto es irreconocible. Estas se comportan exactamente igual que los lobos: en primer lugar asoman la cabeza con precaución, husmean el aire y miran hacia todos lados antes de lanzarse al exterior. Capturadas, las dos niñas, más adelante denominadas Amala y Kamala, quedan a cargo de la familia del pastor. Su constitución física es rica en enseñanzas: maxilares salientes y prominentes, dientes pegados y de bordes afilados, caninos largos y puntiagudos, ojos que brillan extrañamente en la oscuridad, articulaciones de las rodillas y las caderas que no pueden abrir ni cerrar. Duras callosidades les marcan las palmas de las manos, los codos, las rodillas y las plantas de los pies. La lengua les cuelga a través de los gruesos labios de color bermellón; imitan el jadeo y bostezan abriendo ampliamente las mandíbulas. Ven en la noche sin dificultad. Durante el día se refugian a la sombra o se quedan inmóviles frente a una pared, lanzando a veces un largo aullido que comienza con una voz ronca y termina en una nota estridente. Sólo duermen algunas horas por noche, entrelazadas, y se sobresaltan al menor ruido. Se mueven sobre las rótulas y los codos durante los desplazamientos cortos. Si corren, se yerguen sobre manos y pies. Beben a lengüetadas y comen echadas, con el rostro hacia abajo. A lo largo de buena parte del día cazan pollos y desentierran los restos de las comidas. Gesticulan y muestran los dientes cuando alguien se les acerca. Luego de defecar, "suelen frotarse el trasero contra la tierra" (Singh). "Cuando a veces tratábamos de atraer su atención tocándolas o señalándoles algo, se contentaban con echar una mirada forzada, como si contemplaran el vacío, y se apresuraban a desviar los ojos" (ibid., p. 37). Los niños del orfanato "hacían todo lo posible para inducirlas a jugar con ellos, pero las niñas interpretaban muy mal sus esfuerzos y los aterrorizaban abriendo las mandíbulas, mostrando los dientes y lanzándose a veces contra ellos con un extraño ruido ronco" (ibid.,
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p. 38). "Cada vez que olfateaban algo, para señalar el objeto, el animal o el hombre, alzaban generalmente las narinas e intentaban percibir en qué dirección se encontraba husmeando el aire" (ibid., p. 45). "Tenían la costumbre de beber y comer directamente del plato, como los perros, bajando la boca, y así devoraban los alimentos sólidos, como el arroz, la carne, etcétera, sin usar las manos; en cuanto a líquidos como el agua o la leche, en general las bebían a lengüetazos como los cachorros" (ibid., p. 48). Esta breve reseña de las características corporales de las dos niñas, que por entonces tenían un año y medio y ocho años y medio, es sobrecogedora e incómoda, porque subraya la maleabilidad del cuerpo humano.
Si se aceptan las observaciones del diario del pastor Singh o los numerosos documentos estudiados por Malson o Zingg para otros casos, se comprueba que los comportamientos del animal dieron forma a los de las niñas. En el período de su existencia en que el niño socialmente integrado asimila la función simbólica de su grupo, aquel a quien las circunstancias aislaron y pusieron en la situación excepcional de ser "adoptado" por uno de esos animales hospitalarios para el hombre, no tiene otros recursos que calcar su relación con el mundo de la que observa cotidianamente. Durante los primeros años de vida, el niño es un reflejo fiel, todavía no despojado de torpeza, de los comportamientos de quienes lo rodean. Aquí, el animal viene a llenar con sus esquemas específicos las potencialidades no cultivadas a causa de la desaparición del entorno humano. A su manera, el niño se convierte en el eco de las conductas del lobo: se transforma en niño lobo, ese personaje híbrido, casi legendario.
La diferencia física se borra metafóricamente: en el caso de Amala y Kamala, por ejemplo, el niño ganado al universo del lobo se educa y se adueña de su medio ambiente de acuerdo con las modalidades puestas en práctica por el animal: en el plano sensorial (nictalopía, desarrollo del olfato, la audición, etcétera), en el expresivo (lengua colgante, jadeos, bostezos prolongados, etcétera), en el de las técnicas del cuerpo (marcha en cuatro patas, lengüetazos para beber, etcétera) y en el de los gustos alimenticios (alimentos cárneos y crudos, etcétera). Esa aproximación incluye hasta similitudes físicas sin duda ligadas a un modo de existencia, de alimentación, etcétera (por ejemplo, el desarrollo de los maxilares y los caninos, e inclusive el brillo de los ojos en la oscuridad). Los rasgos aquí enumerados se encuentran, más o menos pronunciados, en la mayor parte de los niños lobos sobre los que disponemos de testimonios confiables.
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Si prestamos atención a las observaciones recogidas por los testigos privilegiados de la existencia de esas dos niñas poco después de su captura, debemos reconocer el hecho perturbador de que la función estructurante asumida en condiciones ordinarias por la presencia del otro se cumple aquí bajo los auspicios del animal. El niño extrae de éste sus referencias, la fuente de sus relaciones con el medio ambiente. Estos niños accidentalmente adoptados por animales en los inicios de su existencia sorprenden por su experiencia corporal. Mantenidos duraderamente al margen del vínculo social y sometidos a una educación paradójica, recorren así hasta sus confínes unas posibilidades físicas rechazadas por la sociedad o rarísimas. La visión nocturna, por ejemplo, es un rasgo frecuente de los niños lobos que se desplazan con tanta facilidad a la noche como durante el día.3 Lo mismo su agudeza olfativa, que refleja la del animal; y su insensibilidad al frío, como lo atestiguan las niñas de Midnapur y muchos otros casos.
"¿Cuáles serían sus emociones? -se pregunta el pastor Singh-. Jamás reían. Si bien Kamala tenía un rostro risueño, el sentimiento de alegría estaba ausente. Nunca la vi reír o sonreír durante los tres primeros años [...], al margen de los signos exteriores de contento o satisfacción que expresaban su aspecto y su actitud en el momento de comer, cuando tenía mucha hambre y, en especial, cuando, por azar, encontraba carne" (Zingg y Singh, 1980, p. 57). Estos niños parecen no conocer más que emociones elementales: cólera o impaciencia. Ignoran la risa o la sonrisa. No obstante, su retorno a la sociabilidad es rico en enseñanzas sobre la labilidad de la cultura corporal. En efecto, se revelan dóciles a los esfuerzos de sus educadores y transforman con bastante rapidez sus antiguas experiencias corporales. Con el paso del tiempo, se adaptan relativamente a las normas de su nuevo grupo, sin poder borrar siempre las huellas de su historia pasada. Pero la duración de su aislamiento fuera de la comunidad humana cumple aquí el papel de un límite.
En el caso de las niñas de Midnapur, si Amala muere apenas unos meses después de su captura, Kamala, en cambio, bajo la acción constante del pastor Singh y su mujer, asimila un esbozo de socialización. Adquiere la postura de pie, el sentimiento de pudor, la risa, el control esfinteriano y fecal, la percepción del frío, el inicio del lenguaje, modifica su gestualidad, etcétera. Lentamente, abrigada por el afecto del pastor y su mujer, abre su rostro a las
3 A veces se encuentra esta facilidad para moverse en una oscuridad relativa en profesiones en que el trabajo nocturno es la regla; entre los mineros, por ejemplo.
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ritualidades sociales. Ala muerte de su compañera, derrama una lágrima, el primer sollozo percibido por Singh. Durante días, olfatea los lugares que ocupaba Amala, los objetos que tocaba; jadea con la lengua colgante, aulla. El 18 de noviembre de 1921, mientras jugaba con los cabritos, "su rostro se iluminó al punto de esbozar una sonrisa" (ibid., p. 74). Algunos meses después, al preguntarle la señora Singh si tenía hambre, "Kamala movió la cabeza en señal de asentimiento" (ibid., p. 81). Inclina la cabeza para decir "sí" y la sacude de izquierda a derecha para decir "no" (15 de diciembre de 1923).
Adquiere las primeras migajas de vocabulario, participa en la vida del orfanato, se vuelve sensible al frío, da muestras de pudor. Los rasgos de su rostro empiezan a modelar los signos y las mímicas aptas para alimentar la comunicación. "El rostro de Kamala se iluminó al enterarse de que la señora Singh había vuelto tras un viaje de algunos días a Ranchi. La expresión de su cara manifestó de manera distintiva un sentimiento de alegría" (23 de enero de 1926). "Había transcurrido el tiempo, y las costumbres de Kamala habían cambiado desde el día de su descubrimiento. En 1926, era una persona completamente diferente. Cuando hablaba, su rostro exhibía siempre una expresión acompañada de ciertos movimientos de los miembros del cuerpo. [...] Ahora era posible comprenderla hasta cierto punto de acuerdo con sus expresiones faciales y sus gestos". Y también: "Varias veces, la señora Singh trató de convencerla afectuosamente, pero ella no se movía del lugar en que se encontraba. Frente a sus intentos de persuasión insistentemente prolongados, su rostro cambiaba de color y expresaba su fastidio" (20 de enero de 1927). Kamala experimenta un progreso rápido de su aculturación en los años siguientes, en especial a través del acceso al lenguaje y a variados sentimientos. Al momento de su muerte, en 1929, nueve años después de su descubrimiento, empezaba a familiarizarse con la función simbólica. Rumbo ejemplar, que dista de ser único en los anales de los niños llamados "salvajes".
Por una experiencia de los confines que, sin embargo, viven en la evidencia, esos niños que compartieron años de su vida con los animales nos interrogan en profundidad sobre el sentido del vínculo social y, paralelamente, sobre los límites del cuerpo. Su historia abre un abismo en las certezas que parecen más inquebrantables. Sin duda es por eso que los debates referidos a ellos evitan en contadas ocasiones las tomas de posición apasionadas. A partir de su regreso a la comunidad humana, cuesta apartarse de la impresión de que, las más de las veces, su historia se
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convierte en la de una forma de violencia ejercida en su contra para devolver su cuerpo y su inteligencia a dimensiones socialmente aceptables. La mayoría de los niños llamados "salvajes" arrancados a su medio de adopción murieron precozmente. Aun un hombre como Jean Itard, el tutor de Víctor de Aveyron, está lleno de dudas: "¡Ay-escribe-, cuánto lamenté haber conocido a ese niño y condené abiertamente la estéril e inhumana curiosidad de los hombres que, los primeros, lo arrancaron a una vida inocente y dichosa!" (en Malson, 1964, p. 198).
Los niños aislados:
el ejemplo de Víctor dé Aveyron
En el caso de los niños aislados durante mucho tiempo, como Victor de Aveyron, su abandono accidental o voluntario estuvo precedido por un lapso mínimo vivido en el corazón del vínculo social. Estos niños no estaban totalmente desprovistos de recursos de comprensión. Gracias a esa restringida base que les dio referencias esenciales, recompusieron su relación con su medio ambiente. Con anterioridad a su vida solitaria, existió una impronta social suficiente para autorizar su supervivencia a pesar de las dificultades encontradas, aun si esas referencias primarias se borraron lentamente por falta de un contacto regular con los otros que las alimentara. En suma, su historia repite la de los náufragos o los marineros abandonados en una isla desierta en la misma época, y cuyo extremo aislamiento les hizo perder el uso del habla y reconstruir su experiencia corporal. Como Selkirk, ese marino escocés que permaneció cuatro años en una isla, que perseguía a los animales a la carrera y llegó a ser más rápido que las cabras silvestres. Cuando se lo descubrió en 1709, se había vuelto "tan salvaje como los animales, y quizás más" y, por otra parte, "había olvidado casi por completo el secreto de articular sonidos inteligibles" (De Pauw, en Tinland, 1968, p. 82).
Detengámonos más extensamente en Victor de Aveyron, cuya historia se conoce gracias a numerosos documentos. Tras haber sido observado por primera vez en 1797, Victor es capturado en enero de 1800 por unos campesinos en una aldea aveyronesa donde se había aventurado. Este niño de unos 12 años, sin duda abandonado desde hacía mucho tiempo (por diversas observaciones, Itard cree que quedó librado a sí mismo a los cuatro o cinco
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años), había logrado sobrevivir casi una década en un medio ciertamente bastante hostil. A instancias del ministro del interior, Champagny, y tras haber permanecido un corto tiempo en un asilo de Saint-Affrique, cerca de Rodez, lo trasladan a París, donde lo confían a los cuidados de Jean Itard, médico jefe del Instituto de Sordomudos de la calle Saint-Jacques. Philippe Pinel, miembro de una comisión designada por la Sociedad de Observadores del Hombre, y sobre todo médico jefe de los hospicios de alienados de París, redacta un informe crítico sobre las posibilidades de evolución personal del niño:
Los débiles indicios de sensibilidad que muestra el niño de Aveyron ante las atenciones que se le prestan lo ponen sin duda por encima de ciertos idiotas de los hospicios, que no parecen sensibles ni a las amenazas ni a las caricias, y no presentan ningún signo exterior de reconocimiento de los buenos oficios que se les brindan; pero pueden mencionarse otros que manifiestan una sensibilidad más o menos viva hacia lo que se hace en su favor; en este aspecto, hay una que se muestra muy superior al niño de Aveyron, ya que testimonia apego hacia la criada que lo cuida.
Algunas páginas más adelante, las palabras de Pinel son aun más negativas y encierran al niño bajo la tapa de plomo de una etiqueta de la que difícilmente se rehará:
Su discernimiento siempre limitado a los objetos de sus primeros cuidados, su atención únicamente despierta a la vista de sustancias alimenticias o fija en los medios de vivir en un estado de independencia cuyo hábito contrajo fuertemente, la falta total de desarrollo ulterior de las facultades morales con respecto a cualquier otro objeto, ¿no proclaman que hay que incluirlo por entero entre los niños afectados de idiotismo y demencia, y que no hay ninguna esperanza fundada de éxito en una instrucción metódica y prolongada durante más tiempo?4
Pinel señala la impotencia del niño para fijar su atención en un objeto, la insensibilidad del oído, la mudez al margen de algunos grititos guturales y uniformes; el olfato indiferente a los miasmas y los perfumes, la ausencia de medios de comunicación, el paso sin transición de la apatía al entusiasmo, etcétera. Otras autoridades médicas de la época, por ejemplo Larrey, unen sus voces a la de
4 Philippe Pinel, "Le sauvage d'Aveyron", en J. Copans y J. Jamin, Aux origines de l'anthropologie franc aise. Les mémoires de la Sacíete des Observateurs de l'Homme en l'an vm, París, Le Sycomore, 3978, pp. Ill y 113.
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Pinel para denunciar el déficit intelectual innato y definitivo del niño. Gall, el frenólogo, a quien también se acude, advierte una anomalía craneana que, en su opinión, no deja duda alguna al respecto.
Victor es salvado del hospicio por Jean Itard, pedagogo fuera de lo común, discípulo de Condillac, convencido de que el hombre no es un ser consumado en el momento de nacer, sino que se construye poco a poco gracias a los contactos con los otros, a la educación y al ejemplo de su entorno. Allí donde Pinel y muchos otros pretenden ver en el niño un déficit orgánico definitivo, Itard no percibe más que una falta vinculada con su aislamiento, una carencia educativa que cree poder eliminar mediante una atención pedagógica específica. Victor es mudo, pero el pedagogo espera ser capaz de llevarlo a la palabra. En 1801, en su primer informe sobre él, escribe con lucidez:
Si se diera a resolver este problema de metafísica: determinar cuáles serían el grado de inteligencia y la naturaleza de las ideas de un adolescente que, privado desde su infancia de toda educación, hubiese vivido completamente separado de los individuos de su especie, o me equivoco groseramente o la solución del problema se reduciría a no dar a este individuo más que una inteligencia relativa al pequeño número de sus necesidades y despojada, por abstracción, de todas las ideas simples y complejas que recibimos por la educación y se combinan en nuestro espíritu en multitud de maneras, por el solo medio del conocimiento de los signos. Pues bien, el cuadro moral de ese adolescente sería el del Salvaje de Aveyron, y la solución del problema daría la medida y la causa del estado intelectual de éste. (Itard, en Malson, 1964, p. 134.)
Itard plantea de entrada la cuestión esencial: presiente hasta qué punto las percepciones sensoriales, las gestualidades, las técnicas del cuerpo, el lenguaje y, de manera general, la relación con el mundo, sólo tienen significación en su vinculación con un estado social y cultural preciso. Privado de un medio ambiente humano susceptible de insertarlo dentro de los simbolismos cornpartidos por una comunidad humana, el niño no tiene ninguna forma de obtenerlos. En su primer informe, Itard replica directamente a Pinel:
De la mayoría de mis observaciones puede llegarse a la conclusión de que el niño, conocido con el nombre de Salvaje de Aveyron, está dotado del libre ejercicio de todos sus sentidos; que da pruebas constantes de atención, reminiscencia y memoria; que puede comparar, discernir y juzgar; aplicar, en fin-, todas las facultades de su entendimiento a objetos relativos a su instrucción. Se advertirá,
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como un aspecto esencial, que en el corto espacio de nueve meses se produjeron cambios afortunados en un sujeto a quien se creía incapaz de atención; y se concluirá de ello que su educación es posible, si es que no la garantizan ya estos primeros éxitos. (Malson,
1964, pp. 184-185.)
La resistencia de Victor a las temperaturas más bajas es una primera observación interesante en el plano antropológico. Cuando se lo descubre en Aveyron, vive completamente desnudo, pese a los rigurosos inviernos de los años precedentes. Su cuerpo no tiene testimonios de ninguna secuela del frío. Al contrario, a su turno, Itard observa en los jardines de la calle Saint-Jacques la capacidad poco común de Victor para no sentirse incomodado por aquél. "En el transcurso del invierno -señala-, al atravesar el jardín de los sordomudos, varias veces lo vi en cuclillas, semidesnudo sobre un suelo húmedo, permanecer así expuesto durante horas enteras a un viento fresco y lluvioso" (ibid., p. 143). En pleno invierno, Itard lo sorprende en ocasiones desnudo, rodando sobre la nieve. Las temperaturas más gélidas no afectan su cuerpo. Curiosamente, Itard se siente confundido por la resistencia térmica del niño y su júbilo ante el rigor de los elementos. Lejos de verla como un privilegio, la considera como una deficiencia y no deja de apremiarlo a sentir la temperatura ambiente según criterios que juzga más "naturales". El pedagogo somete entonces a Victor a una serie de acciones enérgicas que apuntan a perturbarlas percepciones térmicas que éste se forjó en las mesetas de Aveyron. Cuenta en su diario con qué rigor le inflige cotidianamente baños de varias horas con agua caliente y luego helada, tras lo cual lo hace vestir e instalarse en un ambiente abrigado. Un lento trabajo de erosión, de borradura, de debilitamiento quebranta las aptitudes primarias del niño, que empieza a ser sensible a las diferencias de temperatura. Comienza a temer el frío y ajusta así sus percepciones a las de su entorno. Esta asimilación no deja de tener una contrapartida: pierde sus antiguas defensas contra la enfermedad y se vuelve frágil, mientras que antes gozaba de una robusta salud. Pero Itard desdeña esta consecuencia y se jacta de ese primer resultado. Victor había desarrollado vigorosamente una capacidad de regulación térmica inherente a la condición humana, pero que la mayor parte de las veces el uso de ropa sustituye sin que el organismo necesite movilizar sus recursos naturales. La sensibilidad térmica de Victor se había adaptado a las condiciones ecológicas de su existencia fuera de la sociedad.
Otras manifestaciones corporales del niño suscitan asombro. Sentado cerca del fuego, recoge sin prisa las ascuas caídas fuera
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del hogar y vuelve a echarlas a él. En la cocina, con frecuencia saca las papas de las cacerolas con agua hirviendo en que se cocinan para comerlas en el acto. "Y puedo asegurarle -escribe Itard- que en esa época tenía una piel fina y aterciopelada" (ibid., p. 144). Manifiesta un asco pronunciado por el alcohol, el vino, las golosinas. Itard advierte su indiferencia a la fetidez, su repugnancia a acostarse en una cama, su insensibilidad al rapé, su dificultad para distinguir los colores lisos de los relieves; además, es "indiferente a las mujeres, en medio de los movimientos impetuosos de una pubertad muy pronunciada" (ibid., p. 241); ignora las lágrimas. Su locomoción es rápida y conoce más la carrera que la marcha, dado que en varias ocasiones Itard nota los esfuerzos del niño para ajustar su paso al de quien lo acompaña; tiende a adoptar "el trote o el galope". Olfatea todos los objetos que se le presentan; en su masticación, usa más los incisivos que el resto de los dientes. Pinel había creído advertir la indigencia del oído de Victor, pero las observaciones de Itard destacan antes bien el carácter selectivo de los sonidos que interesan al niño: suscitan su atención el ruido de una nuez cascada cerca de él, voces que lo molestan y de las que procura alejarse, el movimiento de la llave en la habitación en que juega. Permanece indiferente, en cambio, a otros estímulos sonoros que no se asocian a ninguna significación conocida o curiosa a sus ojos. Si bien carece del lenguaje oral, no sucede lo mismo con el lenguaje gestual, que emplea en abundancia para hacerse comprender perfectamente por su entorno. Por otra parte, colabora en las tareas domésticas con la señora Guérin, a quien secunda eficazmente.
En estos niños prematuramente aislados de la comunidad social, la condición primordial de su supervivencia se basa en sus adquisiciones anteriores y en su esbozo de socialización, aunque ésta se borre poco a poco para modularse en función del nuevo medio ambiente. Desde luego, la congruencia de su relación con este último no tiene valor comunicativo, y cada niño elabora un modo personal de relación con su medio, de acuerdo con su historia y sus propias disposiciones.
La necesidad del prójimo
A su manera, los niños salvajes nos enseñan que dentro de una sociedad las disposiciones corporales distan de actualizarse en su
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totalidad. Cada individuo, heredero de una historia personal situada en un tiempo y un lugar dados, no realiza en su experiencia corporal más que una ínfima parcela de la extensión de las posibles. Esos niños de los confines ilustran igualmente el papel fundacional del medio y la educación en el dominio de la vida orgánica que más parece escapar a las influencias exteriores: las percepciones sensoriales, el ámbito de los sentimientos y las emociones, por ejemplo. Además, según su edad y las condiciones y la duración de su aislamiento, una vez reinsertados en la trama social, estos niños logran con mayor o menor éxito, y gracias a sus tutores, adaptar su sistema perceptivo o gestual a su medio, su afectividad, su gusto alimentario, etcétera. Victor, a raíz del riguroso tratamiento de Itard, modifica sus percepciones térmicas para hacerlas coincidir con las de su entorno. Luego de haber rechazado durante mucho tiempo los alimentos de la cocina de su tutor, termina por apreciarlos. Acepta aguardar paciente hasta que se complete su cocción, cuando durante muchos meses no soportaba la espera y se alimentaba con legumbres apenas cocidas que sacaba de los platos. Gracias a los ejercicios de Itard, afina su sentido de la escucha y del tacto. Aprende a discriminar las formas. Integra el control de los esfínteres y la limpieza. Pero pese a los reiterados esfuerzos de su educador, no hablará jamás, y ese déficit de lenguaje entraña un déficit de pensamiento que está probablemente en el origen de los límites con los que choca Itard, mucho más que un hipotético atraso mental o un trastorno psicótico.5 Su aislamiento se había prolongado demasiado tiempo y su edad ya no permitía sino una flexibilidad muy parcial.
En su informe de 1806, algunos años después de que se hiciera cargo del niño, Itard hace el balance de su trabajo con Victor.
No se puede dejar de concluir, 1, que como consecuencia de la nulidad casi absoluta de los órganos del oído y la palabra, la educación de este joven es y deberá ser para siempre incompleta; 2, que como consecuencia de una larga inactividad, las facultades intelectuales se desarrollan de una manera lenta y penosa; y que ese desarrollo que, en los niños criados en la civilización, es el fruto natural del tiempo y las circunstancias, es aquí el resultado tardo y laborioso de una educación totalmente activa, cuyos medios más afanosos se usan para obtener los más pequeños efectos; 3, que las facultades afectivas, que salen con la misma lentitud de su prolongado entumecimiento, están subordinadas, en su aplicación, a un
5 Véanse al respecto las reflexiones de Harían Lañe (1979, p. 172 sq.) y sus comentarios sobre la acción pedagógica de Jean Itard (p. 168 sq.).
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profundo sentimiento de egoísmo, y que la pubertad, en lugar de haber impreso un gran movimiento de expansión, parece no haberse pronunciado con intensidad más que para probar que, si existe en el hombre una relación entre las necesidades de sus sentidos y los afectos de su corazón, este acuerdo simpático es, como la mayoría de las pasiones grandes y generosas, el dichoso fruto de su educación. (Malson, 1964, p. 245.)
Pese a estas amargas observaciones, Itard señala con justa razón la ampliación de la relación del niño con el mundo. Observa en especial que "el perfeccionamiento de la vista y el tacto y los nuevos goces del gusto, al multiplicar las sensaciones y las ideas de nuestro Salvaje, contribuyeron poderosamente al desarrollo de las facultades intelectuales". Más allá aún, le acredita "el conocimiento del valor convencional de los signos del pensamiento, la aplicación de este conocimiento a la designación de los objetos y a la enunciación de sus cualidades y acciones, de donde la extensión de las relaciones del alumno con las personas de su medio, la facultad de manifestarles sus necesidades, de recibir sus órdenes y de tener con ellas un libre y constante intercambio de ideas". Itard señala igualmente los sentimientos de amor y reconocimiento que unen a Victor y su entorno. Cuando el señor Guérin enferma de gravedad, Victor sigue poniendo sus cubiertos en la mesa familiar, como una especie de atención hacia la señora Guérin, cuya aflicción reconoce. Todos los días se los hacen quitar, pero vuelve a hacerlo al día siguiente. El día de la muerte del señor Guérin, Victor continúa con su costumbre y provoca un intenso dolor en su protectora. El niño saca entonces los cubiertos, los guarda tristemente en el armario y nunca más volverá a ponerlos en la mesa.
De uno a otro extremo, el rumbo de Jean Itard es ejemplar en su intuición del carácter social y cultural de la educación del niño y de la necesaria presencia de los otros junto a él para que adquiera el carácter arbitrario de los signos y forme cuerpo con ellos. Pero su acción pedagógica, pese a su buena voluntad, sigue siendo demasiado mecanicista. La educación de los sentidos puesta en práctica oculta por completo el placer del niño e ignora las exigencias de su propio ritmo. Se efectúa desde una altura que, a pesar de las cualidades del pedagogo, no logra encontrar al niño en su terreno. Itard lo considera como un objeto pasivo a modelar con la urgencia del resultado y nunca como un socio de su educación. Sus fuentes de júbilo (la naturaleza, correr, comer, trepar a los árboles, etcétera) jamás se utilizan para desarrollar su placer de aprender. Los ejercicios se le imponen, y a veces no sin una
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violencia simbólica contra él.6 Sin embargo, Itard es claramente consciente de que obliga al niño a hacer ejercicios cuya finalidad éste no comprende.7 Manifiesta lucidez en cuanto al miedo que a veces provoca en defensa propia en su pequeño alumno:
Un sentimiento de temor tomó el lugar de esa alegría loca, y nuestros ejercicios se vieron aun más perturbados. Cuando yo emitía un sonido, tenía que esperar más de un cuarto de hora la señal convenida; y aun cuando la hacía con justeza, actuaba con lentitud y una incertidumbre tal que si por casualidad yo hacía el más mínimo ruido o el más leve movimiento, Victor, asustado, volvía a cerrar súbitamente el dedo por miedo a haberse equivocado y levantaba otro, con la misma lentitud y circunspección. Yo no desesperaba todavía y me jactaba de que el tiempo, mucha suavidad y maneras estimulantes podrían disipar esa enfadosa y excesiva timidez. Lo esperaba en vano, y todo fue inútil. (Ibid., pp. 198-199.)
Enfrentado a fracasos que lo lastiman, Itard, lejos de poner en duda la manera en que procede, a menudo prefiere adoptar la actitud cómoda, y nociva en el plano pedagógico, de acusar a su alumno de mala voluntad, cuando su tarea debe ser precisamente analizar sus reticencias para conseguir que Victor sea parte integrante del proceso de su educación. Pero semejante crítica es injusta porque hace de Itard un contemporáneo, cuando en realidad su rumbo abre un camino considerable que otros pedagogos retomarán a continuación con más flexibilidad y atención al niño.
6 Encolerizado con su alumno, un día Itard lo agarra con brusquedad, abre una ventana que da a la calle, en el cuarto piso, y lo suspende en el vacío, pese a que conoce el pavor de Victor. No obstante el cansancio del niño, y sus rebeliones, sigue imponiéndole durante horas fastidiosos ejercicios, al mismo tiempo que admite que Víctor no comprende en absoluto su alcance. Otra vez, cuando quiere someter a prueba su sentido moral, lo enfrenta a una injusticia. Victor había logrado hacer un ejercicio y estaba contento, pero en vez de darle la recompensa habitual, Itard adopta un semblante amenazante y lo arrastra con violencia hacia un gabinete oscuro. Estupefacto, el niño se debate encarnizadamente y muerde con brutalidad a su tutor, que concluye tranquilamente, sin comprender la perturbación que acaba de suscitar en él: "¡Qué dulce hubiera sido, en ese momento, poder hacerme entender por mi alumno y decirle hasta qué punto el dolor mismo de su mordedura me llenaba el alma de satisfacción y me resarcía de todos mis pesares! ¿Teñía yo poco de qué regocijarme? Era un acto de venganza bien legítimo; una prueba de que el sentimiento de lo justo y lo injusto, ese fundamento eterno del orden social, ya no era ajeno a su corazón" (p. 40).
7 Un día que él se había alejado, el niño tomó un juego de quillas que le había acarreado no pocos sinsabores y lo arrojó con júbilo a un fuego junto al cual se calentaba (p. 152). En cambio, Víctor ama a la señora Guérin, la gobernanta: "Jamás se separa de ella sin pesar, ni la reencuentra sin muestras de alegría" (p. 156).
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Raspar Hauser es otro niño privado de la presencia del prójimo a causa de su encierro durante varios años en una mazmorra. Se lo descubre mientras vagabundea por la ciudad de Nuremberg el
26 de mayo de 1828, poseedor de un mensaje enigmático. De alrededor de 17 años en el momento de los hechos, parece que permaneció secuestrado en un lugar sombrío y estrecho, mantenido a pan y agua y a menudo maltratado por su guardián. Llevado a la estación de policía, escupe con asco la carne y la cerveza que le ofrecen y se abalanza sobre el pan y el agua. Pronuncia algunas frases, pero es notorio que ignora su sentido. Incluso sabe escribir su nombre, pero no tiene otros conocimientos de la escritura. Anselm von Feuerbach, jurista famoso en esa época, se apasiona por el adolescente y hasta llegará a tomarlo a su cargo poco antes de morir. Al principio, Raspar muestra aversión por cualquier alimento que no sea el pan y sólo puede tomar agua. Exhibe una fuerte sensibilidad olfativa que lo incomoda. Le cuesta caminar. Como muchos otros "niños salvajes", ve perfectamente de noche. Procura atrapar su reflejo del otro lado del espejo. Entabla amistad con los hijos del custodio de la cárcel, Hitlel, con quienes juega y aprende a hablar. Comparte la mesa familiar, donde se acostumbra a tenerse por el igual de los demás, y entra poco a poco en los códigos de interacción de su entorno. Cuando Von Feuerbach lo conoce, lo sorprende la disimetría de su rostro: "Aunque luego su rostro se tornó perfectamente regular, en esa época se observaba todavía una diferencia asombrosa entre la mitad izquierda y la mitad derecha. La primera estaba claramente deformada, torcida y atravesada por frecuentes espasmos convulsivos, como rayos".8 Pronto, Raspar sabe expresarse y comportarse a la manera de los otros, pero con una sensibilidad exacerbada. Sufre violentos dolores de cabeza y con frecuencia manifiesta su dolor por haber sido rechazado por su familia y no comprender en absoluto las razones del prolongado encarcelamiento del que fue víctima. Lo perturban penosamente los nuevos olores y los estímulos visuales cuyo sentido a veces le cuesta identificar. A continuación, queda a cargo de Daumer, un profesor de liceo que perfecciona su educación. Totalmente carente de pudor en los meses que siguen a su descubrimiento en las calles de la ciudad, pronto se vuelve de una timidez feroz. Su marcha se hace más segura, se acostumbra a comer carne y
8 El texto de Feuerbach figura en J. A. L. Singh y R. M. Zingg (1980, p. 27lsq.). Sobre el modelado social y cultural del rostro humano, remitimos a nuestra obra (Le Bretón, 1992).
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aprende a montar a caballo y a cultivar su uso de la lengua. Lentamente se convierte en un joven como los demás y circula el rumor de que escribe su historia, cuando escapa en octubre de
1829 a un intento de asesinato. Pero en diciembre de 1833 una segunda tentativa tiene éxito y hace entrar a Kaspar en la leyenda popular.9
El hombre sin el otro
La plasticidad y la resistencia del cuerpo humano encuentran un campo de elección en esos niños llamados "salvajes". Las transformaciones físicas y las singularidades sensoriales o afectivas que exhiben están ligadas a la duración de su aislamiento y la presión del medio. Son una consecuencia de su capacidad de adaptación. El trauma inicial (aislamiento súbito, rapto por un animal, abandono por los padres, etcétera) no debe lesionar profundamente sus defensas psicológicas. Esa es la primera condición de supervivencia del hombre repentinamente hundido en una situación extrema, como lo recuerda por ejemplo Alain Bombard, que se sorprende de la cantidad de náufragos encontrados muertos en sus botes luego de unos pocos días de deriva. Fisiológicamente, aun en las peores condiciones, no hay ninguna razón para que perezcan tan pronto. De hecho, no mueren ni de hambre ni de sed, sino únicamente del sentimiento de irremediabilidad que los ha invadido; los mata la desesperación. Desde luego, desconocemos el número de niños que encontraron la muerte de ese modo ni bien puestos en situación de aislamiento. Con respecto a los pocos que fueron recuperados, podemos concluir que por un Victor de Aveyron que logró sobrevivir, un número elevado de niños murieron de agotamiento o fueron devorados por los animales que poblaban entonces los bosques. Sólo una voluntad tenaz hace posible la adaptación progresiva a la situación extrema. Fue necesaria la conjunción de una fuerza de carácter poco común y el largo aislamiento de esos niños para que sus disposiciones corporales siguieran caminos tan insólitos. La resistencia a la adversidad en esas condiciones de soledad hace difícil la mención de una debili-
9 Omitimos aquí los aspectos sorprendentes de la vida de Kaspar que iban a hacer de su historia una leyenda; remitimos en especial a la memoria de Feuerbach o a los pocos comentarios de L. Malson (1964, p. 79 sq.).
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dad mental o un autismo.10 Sobre todo si recordamos los progresos de esos niños en la socialización bajo la dirección de sus educadores. Es cierto, pocos recuperaron una posición plenaria de actores dentro del vínculo social. Pero para desarrollarse sin daños, ciertas funciones, como el habla o la inteligencia, deben cumplirse en un momento preciso del crecimiento individual. Están ligadas a la reciprocidad de los intercambios entre el niño y su entorno, indistinguible de un aprendizaje global de la significación del mundo que lo rodea y de su propia posición de sujeto en el seno de un amplio sistema de interacción. El uso de la palabra implica simultáneamente un uso del mundo según los códigos en vigor en la sociedad. Si la estimulación social se produce después de ese período, el niño queda expuesto a carencias con respecto a sus pares. Para el desarrollo de ciertos caracteres, la condición humana posee un reloj que no es posible adelantar o atrasar caprichosamente. Más allá de los hipotéticos límites de una deficiencia innata o un trastorno psicótico de Víctor, el escollo que debía superar para regresar a la vida social como socio con todas las de la ley del intercambio social residía sobre todo en su aislamiento prolongado y la ausencia radical del prójimo en el momento en que, gracias a la educación, debe surgir la función simbólica que abre al niño a la comunicación. La falta de acceso de Victor al lenguaje en el momento oportuno es probablemente la clave de su imposibilidad ulterior de franquear cierto umbral en su uso del mundo. Hoy se conoce la importancia del goce del lenguaje en el desarrollo del pensamiento.
Los niños "salvajes" no son el negativo de la sociabilidad, sino un singular despiste de ésta. Realizan en los márgenes de la vida colectiva variedades de lo posible corporal que la cultura desdeña (visión nocturna, resistencia al frío, marcha en cuatro patas,
10 C. Lévi-Strauss adhiere a esta categorization de una manera un tanto expeditiva. En Les Structures élémentaires de ¡aparenté (París, Mouton, 1967, p.
5) [traducción castellana: Las estructuras elementales del parentesco, Barcelona, Paidós] escribe en particular lo siguiente: "Pero de las antiguas relaciones surge con bastante claridad que la mayoría de esos niños fueron anormales congénitos y que hay que buscar en la imbecilidad que parecen haber mostrado casi unánimemente la causa inicial de su abandono, y no, como a veces se pretende, su resultado". La caracterización de debilidad mental o autismo aplicada a esos niños, lejos de resolver el problema, ahonda al contrario el misterio de su supervivencia en condiciones hostiles, y el de la socialización ulterior de que algunos de ellos fueron capaces. Señalemos en Victor, no obstante, la tendencia a los balanceos, varias veces advertida por Itard, y su dificultad para soportar el menor cambio en el orden de las piezas.
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etcétera). No escapan a la "humanidad" de su cuerpo ni a sus virtualidades. Todas las modalidades físicas que ponen en acción para sobrevivir, lejos de demostrar su "idiocia congénita", como creía Pinel, ilustran al contrario el sorprendente poder de adaptación de que dispone el hombre, aun cuando esté hundido en una situación extrema. Esta fuerza de resistencia abreva en la plasticidad de su condición corporal. La educación de los niños llamados "salvajes" presenta con rasgos amplificados el proceso de adquisición que hace de cada niño un individuo conforme, en su propia singularidad, a la cultura perceptiva y gestual de su grupo. Sin embargo, una necesidad antropológica preside el despliegue de esta facultad: la impronta que el Otro ha dejado en las fibras del cuerpo. El hombre no existe sin la educación que modela su relación con el mundo y los otros, su acceso al lenguaje, y da forma simultáneamente a las puestas enjuego más íntimas de su cuerpo.
El niño salvaje nos enseña que si la socialización de la simbólica corporal, o más bien de la relación con el mundo, exige la presencia de los otros, implica a continuación su permanencia. Si la figura global del otro es generadora del nacimiento social del niño, se convierte en la garantía de su mantenimiento en el seno de la comunicación. Sigue fundando la significación de las acciones del individuo. Cada uno es para el otro un inductor de socialidad, como lo muestran a pedir de boca los efectos de desculturación que el aislamiento provoca en el hombre cuando dura mucho tiempo. La simbólica corporal es una memoria que hay que mantener, alimentar constantemente en el espejo del comportamiento y las palabras de los otros. Entregado a referencias cada vez más subjetivas a medida que se borra en él la función simbólica, el hombre sometido a un aislamiento duradero reelabora su experiencia del mundo. La socialidad es precaria y reclama sin cesar la persistencia de un vínculo elemental entre los hombres para no desaparecer o modificarse en profundidad. En el origen de toda existencia humana, el otro es la condición del sentido y el fundador de la alteridad, y por lo tanto del vínculo social. Un mundo sin otros es un mundo sin vínculos, condenado a la dispersión y la soledad.
En Viernes o los limbos del Pacífico, Michel Tournier da una ilustración de ello en la forma de una ficción. Sometido al aislamiento infinito de la isla de Speranza, Robinson descubre poco a poco que su percepción se erosiona. Su única seguridad consiste en su medio ambiente próximo. Fuera de él, "reina una noche insondable". Falta el posible punto de vista del Otro para mantener la coherencia de su visión de las cosas. El prójimo está ausente como
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garantía fundadora de que el universo del sentido sigue gobernando el orden del mundo. Al mismo tiempo que se deshace la antigua simbólica de Robinson, la realidad de la isla se modifica, así como un jardín al que no se cuida se convierte en seguida en presa de la maleza. La ausencia del otro transforma la percepción y la afectividad de nuestro hombre, su cuerpo pierde referencias fundamentales y se abre a otra dimensión. Robinson vive un desconcierto y una recomposición de sus referencias de sentido y valor. La ausencia [absence] culmina (antropo)lógicamente en el ab-sensus [ab-sens]. Un día descubre que ya no sabe sonreír, su rostro ha olvidado sus características y él no logra renovar su memoria corporal. Como no puede suscitar o descubrir en la cara de otro una misma sonrisa, privado de ese espejo, sin reflejo social, pierde los usos familiares de su rostro y su cuerpo.
Comprendió -señala Michel Tournier- que nuestro rostro es la parte de la carne modelada y remodelada, animada y reanimada sin cesar por la presencia de nuestros semejantes. Un hombre acaba de dejar a alguien con quien mantuvo una conversación animada: su rostro conserva por algún tiempo una vivacidad remanente que sólo se apaga poco a poco y cuya llama reavivar á la aparición de un nuevo interlocutor. [...] En verdad, había algo helado en su rostro, y habrían sido precisos largos y gozosos reencuentros con los suyos para provocar un deshielo. Sólo la sonrisa de un amigo habría podido devolverle la sonrisa.n
La imagen de Tournier es profundamente justa y se confirma en el hecho de que numerosos niños "salvajes" se mostraban inicialmente incapaces de reír o sonreír. Así, pues, para desplegar plenamente su relación con el mundo, el hombre necesita la reverberación en él de la presencia de los otros.
El otro, por lo tanto, no es sólo el "pasador" de la criatura humana de su calidad de infans a la de actor social; es también la condición de perennidad de la simbólica que lo atraviesa y que utiliza para comunicarse con los demás. El otro es la estructura que organiza el orden significante del mundo.
Relativiza lo no sabido y lo no percibido; porque el otro introduce en mi beneficio el signo de lo no percibido en lo que percibo y me resuelve a captar lo que no percibo como perceptible para otros. En todos estos sentidos, mi deseo siempre pasa por el otro, y por éste
11 Michel Tournier, Vendredi ou les timbes du Pacifique, París, Folio, 1972, p.
90 [traducción castellana: Viernes o los limbos del Pacífico, Madrid, Alfaguara].
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recibe un objeto. No deseo nada que no sea visto, pensado, poseído por un otro posible. Ese es el fundamento de mi deseo. Siempre es otro quien asimila mi deseo a un objeto. (Deleuze, 1969.)12
Debido al predominio de este orden de significación, nunca estamos solos en nuestro propio cuerpo. Este es una superficie y un espesor de inscripción que sólo toman forma y sentido por las conminaciones culturales que llegan a dibujarse en él. Estamos en nuestro cuerpo "como en una encrucijada habitada por todo el mundo", escribe furiosamente Artaud, que vive en la desposesión y la alienación la fidelidad de su cuerpo a una simbólica venida del exterior. Mi cuerpo es a la vez mío, en tanto carga con las huellas de una historia que me es personal y una sensibilidad que me es propia, pero contiene también una dimensión que se me escapa en parte y remite a los simbolismos que dan carne al vínculo social, pero sin la cual yo no sería.
12 En este texto, Gilíes Deleuze se embarca en una larga reflexión sobre el Otro como estructura, apoyándose en la novela de M Tournier.
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Extraído del libro de David Le Breton:

LAS PASIONES ORDINARIAS ANTROPOLOGÍA DE LAS EMOCIONES

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