Thursday, July 13, 2006

EL CUERPO COMO TROFEO

El Cuerpo como Trofeo


Una cabeza con una pica por cuerpo, otra ladeada, los ojos abiertos, con un echarpe rojo que se continúa en la lanza que la sostiene, Plaza de Mayo, una mañana tranquila, el barro pisoteado por quince alumnos y un maestro de levita que alecciona, el mosquerío zumbante y una agritud en el aire que quedará en el recuerdo más que las palabras justicia, castigo, orden y obediencia.
Otra cabeza, de otro signo, que supo tener un cuerpo de uniforme de fronteras, se bebe la pampa en un galope estridente, ensartada en una tacuara que blasfema contra el huinca, alaridos de rebelión y victoria.

Dos imágenes y un mismo símbolo, la exhibición de los degollados en la Plaza de la República, o en las tolderías alzadas tras el Salado, representan la misma voluntad de ejercicio del poder en su forma más primaria y directa, es decir, como imposición absoluta sobre la voluntad del otro. Los modos de legitimación se resumen en la demostración de su propio ejercicio. Una de esas formas es la exhibición de los cuerpos reducidos, dominados, e inertes de los vencidos.

Todos los caminos que conducían a Roma tuvieron sus veras jalonadas con crucificados, que a modo de mojones dieron cuenta del poder imperial por casi mil años. Desde entonces la cruz se instaló como logotipo fundante de lo occidental y cristiano.
No menos ejemplares fueron las bandejas de plata en que se ofrecieron a los reyes los despojos de sus súbditos complotados, las sogas que fueron sujetas a árboles, vigas o palos mayores; las estacas, potros, y demás artilugios públicos de tortura y muerte.
En todas las sociedades, desde los albores de la historia, pasando por sus horas y hasta este mediodía contemporáneo, la exhibición del cuerpo de quienes habrían intentado oponerse a la hegemonía del poder es una de las formas de afirmarlo y evidenciarlo. La variedad de matices, usos, formas ceremoniales, rituales, correspondientes a los diferentes modelos culturales y épocas, son sólo formas particulares de aplicación de la regla general contenida en la exhibición del cuerpo que ya no puede oponerse.
Siendo una práctica histórica y universal, que de una forma u otra se ha dado en todas las sociedades en donde se expone públicamente el cuerpo del oponente sometido - abatido, el hecho de la exhibición significa que a ese oponente se le da determinada calidad, más allá de los “detalles” con que se lo exhiba, o se le haya dado muerte.

Un cuerpo, o sólo una parte de él, convertido en símbolo del desenlace de la oposición, es la patética e inerte prueba de la temporalidad del dominio y la existencia.
Evidencia corroborada por la lucidez de los pocos o muchos ojos que la comprueban, en silencio reverente o pérfido placer. Esos ojos que miran a los que ya no pueden ver, constatan el reinado de la fuerza y la fuerza de la oposición.
De ese modo lo efímero se patentiza. Hoy seremos vencidos, hoy te vanaglorias de tu gloria, mañana serás polvo, como el polvo que nos precipitas, húmedo de lágrimas y babas.
Porque el cuerpo exhibido se carga con los dones del mañana y se ofrece redentor en su miseria. Aquel que acepta el reto, reniega de los tiempos y se presenta eterno e invencible, desafía en su osadía a hombres y dioses, y al cimentar su reino sobre la vida y muerte, se afirma en lo absoluto.
Así el hecho de la exhibición es lo que le devuelve la autoridad a su poder, que en ese momento pudo ser cuestionado, y además alecciona al resto de la sociedad sobre lo improcedente de la rebelión. Esta exhibición es el procedimiento que legitima su poder y ese poder legitima al procedimiento.
El jefe, rey o comandante de la tropa, el más fuerte entre los fuertes era quien tenía la prebenda de ultimar al vencido y quien asumía las ovaciones laudatorias y los silencios amedrentados por sí y para sí.
Los tiempos que corrieron acotaron los espacios y diluyeron hegemonías. Cuando el acto de dar muerte pasó de manos del soberano a las del verdugo nos encontramos con la primera “tercerización” de la función de dar muerte y la sintomatología más primaria de la merma de legitimidad del poder dominante.
Cuando el imperio de la ley, entronizo sus códigos y regló la ejecución en un ritual consensuado entre la ilustrada aristocracia, el poder se desentendió de un rostro y se mimetizó en la intangible alquimia del Estado. Perdió su hegemonía, su validez universal, su legitimidad incuestionada o “natural”, dejó de ser una condición divina, secularizándose.

A partir de esta relativización, de la coexistencia de distintos modelos de organización social y política, la lucha de clases, nacida de la división del trabajo, dejó de ser sólo económica o política, para tomar altura ideológica al contraponer diferentes perspectivas históricas.
El poder quedó confinado a un sistema complejamente articulado, y allí la validación por la muerte no encontró sustento. Esto resultó así en tanto que las fuerzas no se corporizan ya en individuos, por más que aún creamos a alguien capaz de ser por sí la causa y el fin de nuestros males o dichas.
El cuerpo del oponente paulatinamente pasa a ser escamoteado.
Las ejecuciones pasan a ser intramuros (fusilamientos, juicios sumarios, silla eléctrica, cámara de gas). El asesinato político se clandestiniza.
Las políticas de exterminio casi secretas, mediante el engaño y ocultamiento, son cínicamente abjuradas y millones los que mueren en campañas con nombres patrióticos o crípticos.
En las guerras de “baja intensidad” (eufemismo que se refiere al poco espacio que se le otorgan en los medios masivos) las fosas son comunes, se sepultan los cuerpos de los caídos, familiares y vecinos, con el empleo de maquinaria vial.
O el vencido no tiene relevancia, o son tantos los que se oponen activamente al poder hegemónico, que su exhibición resulta suicida o impracticable.
La figura de los desaparecidos, reciente escalón en este ascenso a los infiernos, permiten concluir, en ésta línea de pensamientos, la disolución, la cada vez menor consistencia, legitimación y aceptación del poder dominante. Poder que en esta sociedad actual se reconoce ilegítimo y carente de prestigio y autoridad. Tan es así que no solo oculta los cuerpos del oponente masivo, sino que les temen por su poder revelador y su fuerza estigmatizadora.
Ellos son la prueba más palpable de cómo el poder reconoce lo espurio de su condición, ocultando su propia imagen y la de sus víctimas, haciendo desaparecer a sus opositores, junto a su propia legitimidad.


Hoy la exhibición es mediática: encarnada en personajes de series televisivas, en malvados de película, en paroxísticos grupos musicales, en la delicuencia local, políticos presidiables y patéticos actores culturales que bien suplen la figura del degollado en contrafarsa al niño rubicundo y feliz de la publicidad del mundo mentido. Se exhibe el mal y su castigo, no en la vida real, no en su verdad, sino como una construcción falaz, en su virtualidad mediática. Sin el poder de mostrar el genocidio cotidiano, se lo sublima en las imágenes de mil muertes ficcionales.
A esa caricatura se contrapone otra, supuesto denominador común, estándar funcionalista, que promulga una mezcla de identidades procedentes de todo origen, condición y calidad, en una misma amalgama indiferenciada e indiferente, sólo representativa de un imaginario globalizante, que no conforma ni representa siquiera a sus propios promotores. Como un impostor que a fuerza de cambiar continuamente de máscaras se ha quedado sin rostro y pretendiendo que nadie pueda constatarlo destruye todos los espejos.

Es que el rostro del opositor al poder actual no se lo puede mostrar. Porque es el nuestro: el del 80 % de la humanidad. El de mil quinientos millones de otros como nosotros que mueren diariamente de inanición y enfermedades. Que empujan fronteras y aluvionan sobre las ciudades en busca de su derecho a la vida. Que en su privada muerte dejan sin trofeo a este poder blasfemo, incapaz siquiera de asumir su culpa.


Si algún día este mundo llegara a ser humano, la sociedad que resultase digna de él, sin duda tendría un sitio en que las figuras paradigmáticas de quienes lo negaron, un hitler, un stalin, un videla, serían exhibidas ya no como trofeos, sino como memoria de nuestra vergüenza.


Jorge Winter
9 - 6 - 2001


El Cuerpo como Trofeo


Una cabeza con una pica por cuerpo, otra ladeada, los ojos abiertos, con un echarpe rojo que se continúa en la lanza que la sostiene, Plaza de Mayo, una mañana tranquila, el barro pisoteado por quince alumnos y un maestro de levita que alecciona, el mosquerío zumbante y una agritud en el aire que quedará en el recuerdo más que las palabras justicia, castigo, orden y obediencia.
Otra cabeza, de otro signo, que supo tener un cuerpo de uniforme de fronteras, se bebe la pampa en un galope estridente, ensartada en una tacuara que blasfema contra el huinca, alaridos de rebelión y victoria.

Dos imágenes y un mismo símbolo, la exhibición de los degollados en la Plaza de la República, o en las tolderías alzadas tras el Salado, representan la misma voluntad de ejercicio del poder en su forma más primaria y directa, es decir, como imposición absoluta sobre la voluntad del otro. Los modos de legitimación se resumen en la demostración de su propio ejercicio. Una de esas formas es la exhibición de los cuerpos reducidos, dominados, e inertes de los vencidos.

Todos los caminos que conducían a Roma tuvieron sus veras jalonadas con crucificados, que a modo de mojones dieron cuenta del poder imperial por casi mil años. Desde entonces la cruz se instaló como logotipo fundante de lo occidental y cristiano.
No menos ejemplares fueron las bandejas de plata en que se ofrecieron a los reyes los despojos de sus súbditos complotados, las sogas que fueron sujetas a árboles, vigas o palos mayores; las estacas, potros, y demás artilugios públicos de tortura y muerte.
En todas las sociedades, desde los albores de la historia, pasando por sus horas y hasta este mediodía contemporáneo, la exhibición del cuerpo de quienes habrían intentado oponerse a la hegemonía del poder es una de las formas de afirmarlo y evidenciarlo. La variedad de matices, usos, formas ceremoniales, rituales, correspondientes a los diferentes modelos culturales y épocas, son sólo formas particulares de aplicación de la regla general contenida en la exhibición del cuerpo que ya no puede oponerse.
Siendo una práctica histórica y universal, que de una forma u otra se ha dado en todas las sociedades en donde se expone públicamente el cuerpo del oponente sometido - abatido, el hecho de la exhibición significa que a ese oponente se le da determinada calidad, más allá de los “detalles” con que se lo exhiba, o se le haya dado muerte.

Un cuerpo, o sólo una parte de él, convertido en símbolo del desenlace de la oposición, es la patética e inerte prueba de la temporalidad del dominio y la existencia.
Evidencia corroborada por la lucidez de los pocos o muchos ojos que la comprueban, en silencio reverente o pérfido placer. Esos ojos que miran a los que ya no pueden ver, constatan el reinado de la fuerza y la fuerza de la oposición.
De ese modo lo efímero se patentiza. Hoy seremos vencidos, hoy te vanaglorias de tu gloria, mañana serás polvo, como el polvo que nos precipitas, húmedo de lágrimas y babas.
Porque el cuerpo exhibido se carga con los dones del mañana y se ofrece redentor en su miseria. Aquel que acepta el reto, reniega de los tiempos y se presenta eterno e invencible, desafía en su osadía a hombres y dioses, y al cimentar su reino sobre la vida y muerte, se afirma en lo absoluto.
Así el hecho de la exhibición es lo que le devuelve la autoridad a su poder, que en ese momento pudo ser cuestionado, y además alecciona al resto de la sociedad sobre lo improcedente de la rebelión. Esta exhibición es el procedimiento que legitima su poder y ese poder legitima al procedimiento.
El jefe, rey o comandante de la tropa, el más fuerte entre los fuertes era quien tenía la prebenda de ultimar al vencido y quien asumía las ovaciones laudatorias y los silencios amedrentados por sí y para sí.
Los tiempos que corrieron acotaron los espacios y diluyeron hegemonías. Cuando el acto de dar muerte pasó de manos del soberano a las del verdugo nos encontramos con la primera “tercerización” de la función de dar muerte y la sintomatología más primaria de la merma de legitimidad del poder dominante.
Cuando el imperio de la ley, entronizo sus códigos y regló la ejecución en un ritual consensuado entre la ilustrada aristocracia, el poder se desentendió de un rostro y se mimetizó en la intangible alquimia del Estado. Perdió su hegemonía, su validez universal, su legitimidad incuestionada o “natural”, dejó de ser una condición divina, secularizándose.

A partir de esta relativización, de la coexistencia de distintos modelos de organización social y política, la lucha de clases, nacida de la división del trabajo, dejó de ser sólo económica o política, para tomar altura ideológica al contraponer diferentes perspectivas históricas.
El poder quedó confinado a un sistema complejamente articulado, y allí la validación por la muerte no encontró sustento. Esto resultó así en tanto que las fuerzas no se corporizan ya en individuos, por más que aún creamos a alguien capaz de ser por sí la causa y el fin de nuestros males o dichas.
El cuerpo del oponente paulatinamente pasa a ser escamoteado.
Las ejecuciones pasan a ser intramuros (fusilamientos, juicios sumarios, silla eléctrica, cámara de gas). El asesinato político se clandestiniza.
Las políticas de exterminio casi secretas, mediante el engaño y ocultamiento, son cínicamente abjuradas y millones los que mueren en campañas con nombres patrióticos o crípticos.
En las guerras de “baja intensidad” (eufemismo que se refiere al poco espacio que se le otorgan en los medios masivos) las fosas son comunes, se sepultan los cuerpos de los caídos, familiares y vecinos, con el empleo de maquinaria vial.
O el vencido no tiene relevancia, o son tantos los que se oponen activamente al poder hegemónico, que su exhibición resulta suicida o impracticable.
La figura de los desaparecidos, reciente escalón en este ascenso a los infiernos, permiten concluir, en ésta línea de pensamientos, la disolución, la cada vez menor consistencia, legitimación y aceptación del poder dominante. Poder que en esta sociedad actual se reconoce ilegítimo y carente de prestigio y autoridad. Tan es así que no solo oculta los cuerpos del oponente masivo, sino que les temen por su poder revelador y su fuerza estigmatizadora.
Ellos son la prueba más palpable de cómo el poder reconoce lo espurio de su condición, ocultando su propia imagen y la de sus víctimas, haciendo desaparecer a sus opositores, junto a su propia legitimidad.


Hoy la exhibición es mediática: encarnada en personajes de series televisivas, en malvados de película, en paroxísticos grupos musicales, en la delicuencia local, políticos presidiables y patéticos actores culturales que bien suplen la figura del degollado en contrafarsa al niño rubicundo y feliz de la publicidad del mundo mentido. Se exhibe el mal y su castigo, no en la vida real, no en su verdad, sino como una construcción falaz, en su virtualidad mediática. Sin el poder de mostrar el genocidio cotidiano, se lo sublima en las imágenes de mil muertes ficcionales.
A esa caricatura se contrapone otra, supuesto denominador común, estándar funcionalista, que promulga una mezcla de identidades procedentes de todo origen, condición y calidad, en una misma amalgama indiferenciada e indiferente, sólo representativa de un imaginario globalizante, que no conforma ni representa siquiera a sus propios promotores. Como un impostor que a fuerza de cambiar continuamente de máscaras se ha quedado sin rostro y pretendiendo que nadie pueda constatarlo destruye todos los espejos.

Es que el rostro del opositor al poder actual no se lo puede mostrar. Porque es el nuestro: el del 80 % de la humanidad. El de mil quinientos millones de otros como nosotros que mueren diariamente de inanición y enfermedades. Que empujan fronteras y aluvionan sobre las ciudades en busca de su derecho a la vida. Que en su privada muerte dejan sin trofeo a este poder blasfemo, incapaz siquiera de asumir su culpa.


Si algún día este mundo llegara a ser humano, la sociedad que resultase digna de él, sin duda tendría un sitio en que las figuras paradigmáticas de quienes lo negaron, un hitler, un stalin, un videla, serían exhibidas ya no como trofeos, sino como memoria de nuestra vergüenza.


Jorge Winter
9 - 6 - 2001


El Cuerpo como Trofeo


Una cabeza con una pica por cuerpo, otra ladeada, los ojos abiertos, con un echarpe rojo que se continúa en la lanza que la sostiene, Plaza de Mayo, una mañana tranquila, el barro pisoteado por quince alumnos y un maestro de levita que alecciona, el mosquerío zumbante y una agritud en el aire que quedará en el recuerdo más que las palabras justicia, castigo, orden y obediencia.
Otra cabeza, de otro signo, que supo tener un cuerpo de uniforme de fronteras, se bebe la pampa en un galope estridente, ensartada en una tacuara que blasfema contra el huinca, alaridos de rebelión y victoria.

Dos imágenes y un mismo símbolo, la exhibición de los degollados en la Plaza de la República, o en las tolderías alzadas tras el Salado, representan la misma voluntad de ejercicio del poder en su forma más primaria y directa, es decir, como imposición absoluta sobre la voluntad del otro. Los modos de legitimación se resumen en la demostración de su propio ejercicio. Una de esas formas es la exhibición de los cuerpos reducidos, dominados, e inertes de los vencidos.

Todos los caminos que conducían a Roma tuvieron sus veras jalonadas con crucificados, que a modo de mojones dieron cuenta del poder imperial por casi mil años. Desde entonces la cruz se instaló como logotipo fundante de lo occidental y cristiano.
No menos ejemplares fueron las bandejas de plata en que se ofrecieron a los reyes los despojos de sus súbditos complotados, las sogas que fueron sujetas a árboles, vigas o palos mayores; las estacas, potros, y demás artilugios públicos de tortura y muerte.
En todas las sociedades, desde los albores de la historia, pasando por sus horas y hasta este mediodía contemporáneo, la exhibición del cuerpo de quienes habrían intentado oponerse a la hegemonía del poder es una de las formas de afirmarlo y evidenciarlo. La variedad de matices, usos, formas ceremoniales, rituales, correspondientes a los diferentes modelos culturales y épocas, son sólo formas particulares de aplicación de la regla general contenida en la exhibición del cuerpo que ya no puede oponerse.
Siendo una práctica histórica y universal, que de una forma u otra se ha dado en todas las sociedades en donde se expone públicamente el cuerpo del oponente sometido - abatido, el hecho de la exhibición significa que a ese oponente se le da determinada calidad, más allá de los “detalles” con que se lo exhiba, o se le haya dado muerte.

Un cuerpo, o sólo una parte de él, convertido en símbolo del desenlace de la oposición, es la patética e inerte prueba de la temporalidad del dominio y la existencia.
Evidencia corroborada por la lucidez de los pocos o muchos ojos que la comprueban, en silencio reverente o pérfido placer. Esos ojos que miran a los que ya no pueden ver, constatan el reinado de la fuerza y la fuerza de la oposición.
De ese modo lo efímero se patentiza. Hoy seremos vencidos, hoy te vanaglorias de tu gloria, mañana serás polvo, como el polvo que nos precipitas, húmedo de lágrimas y babas.
Porque el cuerpo exhibido se carga con los dones del mañana y se ofrece redentor en su miseria. Aquel que acepta el reto, reniega de los tiempos y se presenta eterno e invencible, desafía en su osadía a hombres y dioses, y al cimentar su reino sobre la vida y muerte, se afirma en lo absoluto.
Así el hecho de la exhibición es lo que le devuelve la autoridad a su poder, que en ese momento pudo ser cuestionado, y además alecciona al resto de la sociedad sobre lo improcedente de la rebelión. Esta exhibición es el procedimiento que legitima su poder y ese poder legitima al procedimiento.
El jefe, rey o comandante de la tropa, el más fuerte entre los fuertes era quien tenía la prebenda de ultimar al vencido y quien asumía las ovaciones laudatorias y los silencios amedrentados por sí y para sí.
Los tiempos que corrieron acotaron los espacios y diluyeron hegemonías. Cuando el acto de dar muerte pasó de manos del soberano a las del verdugo nos encontramos con la primera “tercerización” de la función de dar muerte y la sintomatología más primaria de la merma de legitimidad del poder dominante.
Cuando el imperio de la ley, entronizo sus códigos y regló la ejecución en un ritual consensuado entre la ilustrada aristocracia, el poder se desentendió de un rostro y se mimetizó en la intangible alquimia del Estado. Perdió su hegemonía, su validez universal, su legitimidad incuestionada o “natural”, dejó de ser una condición divina, secularizándose.

A partir de esta relativización, de la coexistencia de distintos modelos de organización social y política, la lucha de clases, nacida de la división del trabajo, dejó de ser sólo económica o política, para tomar altura ideológica al contraponer diferentes perspectivas históricas.
El poder quedó confinado a un sistema complejamente articulado, y allí la validación por la muerte no encontró sustento. Esto resultó así en tanto que las fuerzas no se corporizan ya en individuos, por más que aún creamos a alguien capaz de ser por sí la causa y el fin de nuestros males o dichas.
El cuerpo del oponente paulatinamente pasa a ser escamoteado.
Las ejecuciones pasan a ser intramuros (fusilamientos, juicios sumarios, silla eléctrica, cámara de gas). El asesinato político se clandestiniza.
Las políticas de exterminio casi secretas, mediante el engaño y ocultamiento, son cínicamente abjuradas y millones los que mueren en campañas con nombres patrióticos o crípticos.
En las guerras de “baja intensidad” (eufemismo que se refiere al poco espacio que se le otorgan en los medios masivos) las fosas son comunes, se sepultan los cuerpos de los caídos, familiares y vecinos, con el empleo de maquinaria vial.
O el vencido no tiene relevancia, o son tantos los que se oponen activamente al poder hegemónico, que su exhibición resulta suicida o impracticable.
La figura de los desaparecidos, reciente escalón en este ascenso a los infiernos, permiten concluir, en ésta línea de pensamientos, la disolución, la cada vez menor consistencia, legitimación y aceptación del poder dominante. Poder que en esta sociedad actual se reconoce ilegítimo y carente de prestigio y autoridad. Tan es así que no solo oculta los cuerpos del oponente masivo, sino que les temen por su poder revelador y su fuerza estigmatizadora.
Ellos son la prueba más palpable de cómo el poder reconoce lo espurio de su condición, ocultando su propia imagen y la de sus víctimas, haciendo desaparecer a sus opositores, junto a su propia legitimidad.


Hoy la exhibición es mediática: encarnada en personajes de series televisivas, en malvados de película, en paroxísticos grupos musicales, en la delicuencia local, políticos presidiables y patéticos actores culturales que bien suplen la figura del degollado en contrafarsa al niño rubicundo y feliz de la publicidad del mundo mentido. Se exhibe el mal y su castigo, no en la vida real, no en su verdad, sino como una construcción falaz, en su virtualidad mediática. Sin el poder de mostrar el genocidio cotidiano, se lo sublima en las imágenes de mil muertes ficcionales.
A esa caricatura se contrapone otra, supuesto denominador común, estándar funcionalista, que promulga una mezcla de identidades procedentes de todo origen, condición y calidad, en una misma amalgama indiferenciada e indiferente, sólo representativa de un imaginario globalizante, que no conforma ni representa siquiera a sus propios promotores. Como un impostor que a fuerza de cambiar continuamente de máscaras se ha quedado sin rostro y pretendiendo que nadie pueda constatarlo destruye todos los espejos.

Es que el rostro del opositor al poder actual no se lo puede mostrar. Porque es el nuestro: el del 80 % de la humanidad. El de mil quinientos millones de otros como nosotros que mueren diariamente de inanición y enfermedades. Que empujan fronteras y aluvionan sobre las ciudades en busca de su derecho a la vida. Que en su privada muerte dejan sin trofeo a este poder blasfemo, incapaz siquiera de asumir su culpa.


Si algún día este mundo llegara a ser humano, la sociedad que resultase digna de él, sin duda tendría un sitio en que las figuras paradigmáticas de quienes lo negaron, un hitler, un stalin, un videla, serían exhibidas ya no como trofeos, sino como memoria de nuestra vergüenza.


Jorge Winter
9 - 6 - 2001

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